La violencia
impartida en los cuerpos, el desprecio al que fueron condenados.
El silencio
con el que los hemos castigados. El dolor, impotencia y bronca, marcan las pieles. Allí, la grieta. La verdadera.
La buscaron, la
nombraron, la dibujaron, la pintaron. La
alumbraron para describirla. Para estigmatizarla y vómitarle su desprecio. Pero
jamás la encontraron ajena, nunca le encontraron
extraña.
Un germen
descompuesto, sedimentado de dolor y
oscuridad nos corroe por dentro.
Y nos infecta, nos enferma.
Las marcas son
parte, nos componen. Nos definen, nos miran, nos hablan.
Subvertimos su orden, nos apropiamos, nos
recubrimos, atravesamos sus
contradicciones, construimos con ellas
las paredes del útero que nos gesta.
Nos inyectamos
fluidos. Los propios.
Nos germinamos en silencio, navegándonos, tocándonos, sintiéndonos,
rozándonos. Apropiándonos de cada carne que sale, que sobra. Pero que habla.
Somos nuestra propia
cicatriz, mirándola, reclamándola, odiándola, reconociéndola, gustándola.
Somos
la marca de la tierra que reaparece en el polvo. Lo impuro, lo contaminado, lo que falta y lo
que sobra. Nos desborda.
Desbordamos.
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